En un principio, todo estaba bien. Eras como el príncipe que nunca pedí, que nunca busqué, uno que nunca creí necesitar. Sabías qué decir en el momento correcto, me hacías reír y era tierno, como en mi alegría de antaño.
Últimamente no había encontrado alguien tan dulce como tú, tan honesto como tú. Cuán feliz me hicieron al presentarnos. Pues más allá de la distancia, nunca dejaste que eso afectará, y siempre me escuchabas aún cuando mi lengua se trababa.
Siempre te preguntaba sobre tu manera de pensar, sobre tus historias, porque aunque mucha edad nos separaba, seguía siendo interesante y algo atemorizante. Es normal sentir miedo de que alguna vez me digas que soy solo una pequeña niña ¿verdad?
Al principio fue mi mayor miedo que la edad se interpusiera, aunque entiendo que un largo tramo de número nos separaba. Te dije que sólo necesitabas ver mi alma, que aunque joven en números, estaba en sintonía con la tuya.
Por un tiempo, solo eso y un montón de llamadas a deshoras bastaron. Pero luego, la distancia entre nosotros fue creciendo. ¿Porqué tan de repente?, me preguntaba frecuentemente después de darte el buenos días de siempre. ¿Qué sucedía? ¿Qué cosa ignoraba? Mis saludos fueron menguando, porque sentía que de mi te estabas desinteresando. ¿Acaso había hecho algo malo?
La distancia entre nosotros está en nuestra contra, quizás la diferencia cultural también. La edad. Las circunstancias… Mas no pensé que esto iba a pasar.
En aquellos días, mientras desaparecían mis ganas de saber de ti, me dije a mi misma que lo haría por última vez. ¿Era culpa mía? Te escribiría por última vez, independientemente. Finalmente, me respondiste y solamente me llamaste para decirme que lo nuestro no iba a ningún lado… después de tanto tiempo de ausencia.
¿Por qué tanto afán de pintar todo de rosa? Como si estuviéramos en un cuento de princesas, cuando la realidad era todo lo contrario. Me diste una cruel excusa, cruel porque quien ama no le importa lo que diría la gente. Quien ama le daría igual una relación fuera de lo común. Creo que al final, la edad y cualquier otra cosa eran más importante para ti que lo que podíamos llegar a ser o sentir.
Pero al final… ¿De qué te sirven tantos años? Si dejas que otras personas dicten tu destino, como lo haría un niño. Y así, pretendes culpar a mi edad de tus acciones. Al final, la edad no dicta la madurez, aunque esta vez no haya dejado surgir algo, porque tú no lo deseabas realmente.